"Amor en la aldea" (1940), presentada al certamen convocado por el diario Voluntad, no supo satisfacer aquellas aspiraciones que querían elevar nuestro teatro regional, distanciándose de las otras dos premiadas con una enorme diferencia. Esta comedia, de ambiente aldeano, es un arrebatado ejercicio de oratoria procesal, como así lo delatan muchos de los términos utilizados. Por lo tanto, es hija de un letrado, con ínfulas de dramaturgo, que escribe con estilo anquiloso y oxidado, ampuloso y pretencioso, siendo irrepresentable, al confundir la literatura con el lucimiento personal, y con la escritura de ingentes cantidades de literatura gris. Nada que ver con el naturalismo, que sustituía la palabra medicina, aquí derecho, por literatura. Aquí nos topamos con un autor recargado y con expresiones mesetarias, que insisten en la existencia de vastas llanuras de trigales en Asturias.
La comedia nos presenta a Ana, una joven aburrida e ilustrada, a la que su padre Damián quiere casar con Pedro, el mejor de sus criados. Antes de marcharse a Madrid, aparecerá en su vida el joven madrileño Pepe Luis, al que sus padres quieren apartar de los amores de otra mujer, una cupletista llamada la Churri. Tras asistir al fracaso del matrimonio de su prima Manola, comprobará que su amor no pertenecerá nunca a aquellos zafios y rudos zagales, más hijos del Arcipreste de Hita, que del Marqués de Santillana, culminando con la enseñanza de que el amor siempre triunfa. Nos gustaría decir que sólo se salva el personaje de Felipe, un mayoral con aspiraciones a dramaturgo, pero ni eso podemos salvar.
La obra nos ha llegado, tal vez por empecinamiento y engreimiento de su autor, sin matices, transmitiéndonos un concepto de la literatura como antigualla, como fósil expresivo, bien lejano de la fluidez y frescura con que este tema sería tratado en muchas otras ocasiones con mejor fortuna.